miércoles, 8 de septiembre de 2010

Historias de nadie: Una hermandad sin nombre

Diego Osorno
Guadalajara, México, septiembre 08.- En 2006 me tocó dar cobertura periodística a sucesos que ocurrieron a la par de las campañas presidenciales, como la tragedia de Pasta de Conchos, las huelgas mineras en Lázaro Cárdenas (donde murieron dos trabajadores durante un asalto policial), en Nacozari y Cananea, así como el operativo de represión en San Salvador Atenco y la rebelión en Oaxaca. Durante un año de mi trabajo como reportero viví directamente acontecimientos sociales importantes que ocurrieron mientras el país estaba volcado en un agitado proceso electoral.
Al año siguiente, un día de marzo de 2007, estaba a bordo de un camión blindado del Ejército, con un chaleco antibalas, recorriendo caminos de Tierra Caliente, Michoacán, acompañando a soldados en la búsqueda de narcotraficantes. El país de ese marzo de 2007 era el mismo que el de 2006, pero también era uno radicalmente distinto.
¿Cómo habíamos pasado de un escenario de evidente crisis social y política en el 2006 a uno en 2007 en el que el tema de la seguridad era predominante?, me pregunté mientras hacía ese viaje en el convoy militar. El libro El Cártel de Sinaloa, publicado por Grijalbo en noviembre de 2009, es la respuesta que pude dar a ese cuestionamiento. A la par de mi trabajo en Milenio, que me permite viajar por diversos lugares del país, durante ese par de años me dediqué a hacer la misma pregunta a empresarios polémicos como Mauricio Fernández Garza, a campesinos alzados en armas como el comandante Ramiro del ERPI (q.e.p.d.), consultando a especialistas como Luis Astorga y Froylán Enciso y revisando documentos del Archivo General de la Nación.
Decidí publicar el material que había reunido luego de conseguir las memorias de Miguel Félix Gallardo, un narcotraficante clave en el proceso de creación de los cárteles de la droga, quien en sus escritos hechos en Almoloya, si bien no relataba con lujo de detalle los mecanismos de funcionamiento del mundo del narco, sí daba algunas señales importantes de un mundo donde abunda la mitología popular y escasean las versiones directas como la del propio Gallardo.
Escribí ese libro porque sentía que tenía cosas nuevas que aportar sobre el tema; se publicó porque le interesó a mi editor y amigo Andrés Ramírez, quien sabe que el periodismo es un asunto de profundidad y oportunidad.
En este momento es muy notorio que en el país estamos bastante ávidos de información sobre lo que nos está sucediendo. Creo que mi libro es un libro raro sobre el tema del narco. No le escurre sangre y traté de que no fuera un narcocorrido grandote ni tampoco un reporte policial inverosímil. Quise mirar el mundo del narco con extrañeza, como me pondría a ver el mundo de la cacería en el país si se me pidiera hacer un reportaje sobre este tema.
Para tratar de entender este desvarío creo que hay que mirar las cosas que suceden con extrañeza. El día que un decapitado en una plaza pública o un alcalde asesinado nos parezca algo sin demasiada importancia noticiosa, esto ya se jodió.
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Debo reconocerlo: soy de esos reporteros anticuados que aún piensan que el periodismo debe asumir una responsabilidad social. No veo este oficio como una plataforma para hacerme rico o famoso, sino como una herramienta para lograr que una sociedad pueda conocerse mejor entre sí, hacerse preguntas, debatirse y cuestionarse. Trato de hacer mi trabajo tomando en cuenta este sentido humanista. No lo hago de forma automática o inconsciente. No soy una máquina.
Aunque quizá suene chocante, para mí el periodismo no se trata de un asunto profesional, sino de algo personal. Tengo 29 años y la mitad de mi vida, desde muy chico, he estado metido de lleno en el fascinante mundo de las redacciones, de los billares o bares donde los periodistas viejos se reúnen a rumiar, de los intentos cotidianos de hombres poderosos en tratar de cooptar conciencias abiertamente o a través de actos disimulados, de toda esa adrenalina por conseguir información reveladora, de esa frustración por no conseguirla y de la solidaridad inmensa que se da entre reporteros durante coberturas difíciles como la de estos tiempos.
La de nosotros los reporteros es una hermandad sin nombre.
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Creo que una de las cosas que también refleja esta "guerra del narco" es precisamente esa falta de pericia periodística para abordar dicho fenómeno, pese a que éste ya lleva decenas de años existiendo. No hay semana en la que no me reúna con colegas a preguntarnos qué diablos debemos hacer o no hacer para cubrir tal o cual suceso. Como, por ejemplo, lo que pasa hoy en la frontera de Tamaulipas. Todos sabemos que ahí está ocurriendo una guerra en pueblos y ciudades entre bandas del narco, Ejército, Policía y paramilitares, pero no hay ningún enviado dando seguimiento. El último reportero que lo intentó, un gran amigo mío, estuvo secuestrado por una de las bandas de la droga, con esposas y una bolsa negra en la cabeza, en una casa de seguridad. Los narcos lo soltaron y le dijeron que transmitiera un mensaje: "Que la prensa no venga a calentarnos la plaza".
(Este texto forma parte de un cuestionario respondido a la revista Replicante en abril pasado).

Fuente: www.milenio.com