domingo, 19 de septiembre de 2010

Matar a un periodista

Perdonen Que No Me Levante
Maruja Torres
ESPAÑA. Septiembre 19.- El domingo 29 de agosto, Juan Miguel Muñoz publicó en este suplemento un reportaje sobre Terry Gould, periodista, autor de libros y artículos y de un volumen que empieza a abrirse paso en nuestras librerías: Matar a un periodista. El peligroso oficio de informar (Los Libros del Lince). El reportaje es estupendo y les remito a él, si es que se les pasó. Ello no es óbice para que esta metomentodo intente hoy atrapar su atención para despertar el interés de ustedes por este título, que considero imprescindible. Porque los buenos periodistas que mueren por contar la verdad mueren por nosotros. Por la libertad de nuestro leer.
No es, el de Gould, uno de esos relatos autocomplacientes acerca de la heroicidad de los reporteros de guerra caídos en acción. Es otra cosa. Habla de los periodistas locales de países difíciles, esos de cuya muerte, si nos enteramos, lo hacemos por número: tres periodistas asesinados en tal o cual lugar; nada de nombres, nada de pena ni indignación, más allá de la abstracta.

Por haber nacido a finales de los cuarenta en la zona más pobre de Brooklyn, y porque su abuelo fue sicario de una mafia local y acabó en el basurero con una bala en el cuerpo, Terry Gould estaba biológicamente preparado para afrontar un admirable doble reto. Contar a los verdugos a la vez que narraba la obsesión justiciera de sus víctimas.

Y así es como siete reporteros que nos son ignorados, de países cuyas verdaderas tragedias no nos alcanzan, y la más famosa Anna Politkovskaya –¿pero acaso lo sabemos todo acerca de esta mujer que fue asesinada en el portal de su casa?–, nos abren la puerta del conocimiento.

Inicia su obra Terry Gould con una cita de Vaclav Havel: "No me interesa saber por qué el ser humano es capaz de hacer el mal, lo que quiero saber es por qué hace el bien". Bajo dicha premisa, Gould indaga y descubre. ¿Qué pulsión, qué obsesión, qué clase de rectitud, de sentido de la justicia, de rabia contra los asesinos impunes y poderosos, conduce a hombres y mujeres, cada día, en cualquier lugar del mundo –mientras yo escribo y ustedes leen– a jugarse la vida hasta el límite, solo por la verdad, nada más que la verdad y únicamente la verdad?

Hay un dato estremecedor ya en la introducción: "Más del 90% de los más de 800 periodistas asesinados desde 1992 eran periodistas locales. Y prácticamente todos los instigadores –el 95%– han esquivado la cárcel".

Les reproduzco otro párrafo, que a todos nos concierne y que por mucho que repitamos nunca lo será lo bastante. Habría que grabar su significado a fuego en nuestras mentes: "Los periodistas representan el derecho de la gente a saber lo que hacen los personajes públicos, desenmascaran la delincuencia cuando la policía se niega a perseguirla (o forma parte de ella) y ayudan a los ciudadanos a conocer y comprender las actividades que grupos armados ilegales y terroristas llevan a cabo en la zona. Si los periodistas pueden ser asesinados como represalia por su trabajo y los asesinos no pagan por su delito, las sociedades en que se producen esos asesinatos estarán a merced de sociópatas".

Espero que no hayamos olvidado, nosotros, los asesinatos de periodistas, las intimidaciones perpetradas por ETA. Nadie está a salvo.

De la mano de Gould nos adentramos en las vidas de estas siete personas. He de nombrar a los otros, mientras me quede espacio. Guillermo Bravo Vega, de Neiva, ciudad colombiana en la que declaró su guerra particular a la corrupción; Marlene Farcía-Esperat, acribillada a tiros en su hogar, delante de sus hijos; Manik Chandra Saha, de Bangladesh; Khalid W. Hassan, de Irak, que se jugaba la vida haciendo reportajes y aún más intentando vivir como un occidental con libertades en un ambiente islamista fanático; Valery Ivanov y Alexei Sidorov, de Togliatti, una localidad a 800 kilómetros al sureste de Moscú que fue el Detroit del socialismo y luego se convirtió en propiedad de directivos, políticos y criminales.

Eso es todo. Ah, y sigan el catálogo de Los Libros del Lince. Es otra de esas editoriales pequeñas que se la juegan. Y, además, también está en mi barrio.